Me recuerdo hace poco tiempo –acaso unos meses- sentado en las escaleras de un callejón descansando tras un paseo. Entretenía la vista en un muro donde se superponían multitud de grafías, amontonadas a lo largo de años. De repente, me di cuenta de que en un estrato inferior, debilitado por la erosión del ladrillo y acribillado por multitud de trazos posteriores –que si mensajes de amor, que si tags o proclamas políticas- había un Muelle. Nunca se sabe con los Muelles, pues tuvo miles de imitadores, algunos mucho mejores de lo que yo jamás conseguí ser el los márgenes de mis cuadernos. Pero diría que sí, que lo era, porque Juan Carlos Arguello ensayaba con su grupo muy cerquita del lugar.
Y me pareció bello. No bello como la Venus de Milo o el Guernica, no: bello como algo que sugería cosas en mi cabeza (conflicto, diversidad, paso del tiempo…) y que activaba recuerdos en mí. Porque lo que a cada uno le parece interesante está mediado por su biografía también.
Me veo estampando mi firma por ahí con un posca. Una firma mediocre que no llegó a conocer nadie. Bah, una cosa muy pasajera en mi recorrido, algunas tardes de bombardear el barrio. Me recuerdo mirando las firmas durante mucho más tiempo, aprendiendo a mirar la obra de alguno que hoy expone en galerías y que también pintó trazos realmente feos y tags (casi) como los de los chavales de clase.
Hoy no soy un aficionado al arte urbano, pero nunca he dejado de leer las paredes. Cuento esto para hacer ver que cuando organizamos en 2011 el evento de arte urbano Persianas libres, en Malasaña, era un tío interesado por aquello y, a la vez, consciente de las contradicciones internas y conflictos que entrañaba el propio evento.
¿Es el arte urbano hecho a la luz de día arte urbano? ¿Podemos multar de noche y aplaudir de día a los mismos artistas? ¿Estaremos contribuyendo a la dicotomía ficticia entre buenos y malos?
Podemos incluir en la ecuación a vecinos y a comerciantes, gente cuya opinión el yo de hace veintipico años no hubiera tenido en cuenta, pero que ahora entiendo como actores indispensables de la escena.
En mi opinión, un evento del tipo de Persianas Libres es un hecho artístico en el que participan también –y no sólo, por cierto- artistas urbanos. No es arte urbano sensu stricto aunque está participado por éste. Pero sí es una propuesta artística y una propuesta para la calle, y desde estos presupuestos yo me siento orgulloso de haber participado en él a pesar de sus tensiones internas.
Cuando este año se planteó retomar desde Somos Malasaña y Madrid Street Art Project Persianas Libres, esta vez bajo el nombre Pinta Malasaña y con unas dimensiones aún mayores, me bajé del barco por una mera cuestión de tiempo. La cantidad de horas de trabajo que ha implicado ponerlo en pie ha sido brutal: encontrar un centenar de comercios dispuestos a ceder las persianas, conseguir todos los permisos municipales, encontrar y seleccionar a los artistas, convencer a patrocinadores dispuestos a sufragar premios, la pintura de los artistas y una gratificación para los comercios…Y un buen montón de cosas más que por cuestiones personales no podía afrontar. Pero lo siento también algo mío, con similares contradicciones pujando en su interior a las antes descritas. Precisamente porque no he sido parte de la organización me siento con la libertad de escribir aquí hoy sobre ellas.
Esta mañana, paseando por Malasaña, he podido corroborar lo que ya imaginábamos iba a suceder: una buena parte de los cierres pintados ayer han sido vandalizados, tapando las obras casi en su totalidad. Me jode porque ayer estuve todo el día en pie y tengo fresca la imagen de muchas personas –algunas venidas desde fuera de Madrid, y hasta de España- trabajando durante horas. Me jode porque varias de ellas me gustaban.
Encima tienen ahora letras en plata, de volúmenes orondos y compactos, que bloquean por completo cualquier propuesta que no sea la suya propia. No hay conflicto porque alguien ha puesto su pollón sobre la mesa. No hay debate posible acerca de los límites o los matices de pintar en la calle, por dinero o gratuitamente, tapando o sin tapar… porque la plata ahí, agarrada a los bordes de los cierres metálicos, se ha impuesto sin escuchar.
En realidad, es la razón por la que, gustos estéticos aparte, no me interesa este estilo (tan propio de Madrid, me parece): porque en su práctica de tampón gigante se me aparece como un manotazo que dice ¡chitón! Una cosa muy machirula y con sentido de la propiedad hipertrofiado.
Personalmente, me gustan los muros conflictivos, en los que se reflejan los salpicones de una sociedad con problemas. Ni por asomo entiendo que los cierres que ayer se pintaron (y que taparon huellas anteriores, no lo ignoro) deban ser adorados y resguardados del paso de la vida. Sin embargo, y como paseante-lector, algo me hace pensar que, como sucede con muchas posiciones que se pretenden puras, lo que tiene de constructivo el conflicto se agota cuando desaparece la intención de dialogar. Cuando derramas rabia sin haber dejado secarse la pintura.
Es claro que cuando uno no tiene que pararse a valorar los matices puede correr más rápido, y por eso puede anular con su trabajo el de varias personas en mucho menos tiempo del que una sola de ellas tardó en armar su mensaje.
¡Ah! por cierto. Uno de los artistas urbanos que ha tapado más piezas, plantando el color plano de su motivo sobre las obras hechas sólo ayer, había presentado su candidatura a la sección oficial de Pinta Malasaña y no fue elegido. Esto lo he puesto al final porque poniéndolo al principio me quedaba sin conflictos, pajas mentales ni hostias. No sabría muy bien que decir al respecto.
*Muchas de las obras que se pintaron en Pinta Malasaña aún se pueden ver, he renunciado a poner fotos de mis favoritas aquí porque temo que equivalga a dibujarles una diana. En cualquier caso os dejo con algunas (más de 3.000) fotos de Pinta Malasaña
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